Corría la década de los 70 en Brasil, cuando el gobierno facilitaba créditos para las que los agricultores pudieran invertir en tecnología y deforestar sus tierras para la siembra.
Sin embargo, Antonio Vicente se propuso hacer algo completamente distinto. Compró un terreno de 30 hectáreas a 200 kilómetros de Sao Paulo y se dio a la tarea de reforestarlo completamente plantando 50 mil árboles .
Las personas lo tildaban de loco. Le decían que no iba a obtener ningún beneficio de ello, pues los árboles tardarían años en crecer como para que pudiera cosechar sus frutos, a diferencia de quienes trabajaban con la tierra.
Sin embargo, Antonio nunca se interesó en enriquecerse con sus terrenos. Simplemente quería dejarle algo valioso a sus nietos: un lugar lleno de recursos naturales.
Crecer en una familia de campesinos, le ayudó a darse cuenta de como el afán por crear campos para la agricultura, acababa con la diversidad de los bosques. La flora y fauna locales desaparecían, y las fuentes de agua se secaban, pues no había ya árboles que pudieran retenerla en sus raíces previniendo la erosión del suelo.
«Yo pensaba: el agua es valiosa, nadie fabrica agua y la población no deja de crecer. ¿Qué va a pasar? Nos vamos a quedar sin agua», comentó en una entrevista para la BBC.
Así fue como se dispuso a plantar, de uno en uno y con sus propias manos, los árboles de la única selva que hoy se erige en medio de 183.00 hectáreas deforestadas en Sao Paulo. No tenía nada más que ese trozo de tierra, comía plátanos todos los días y se bañaba en el río.
Hoy, a 30 años de iniciar su labor, Antonio puede disfrutar por fin de su selva particular, adonde cuenta que han vuelto los jabalíes, las aves, ardillas, zarigüeyas, y hasta un ocelote y un jaguar.